Los asquerosos, de Santiago Lorenzo: luditas vs el quad
Por David Rodríguez, @davidjguru
Cuando tuve el libro en las manos lo primero que vi fue su faja promocional, en la que la editorial había tenido a bien colocar en primer lugar la referencia de alguien como Manuel Jabois. “La reacción empieza pronto aquí a manifestarse” pensé inmediatamente. Taberna y (mala) pluma, nuevos príncipes de la cultura PRISA en riguroso directo, eternos niños prodigio pasados ya en años, Pérez-Revertismo de choque sobrevolando el artefacto. Malísima señal. Pésima esperanza.
Luego a continuación vi las frases dedicadas de Agustín Fernandez Mallo y Mercedes Cebrián y claro, la generación Nocilla se me vino encima. Asfixiado, probé a darle la vuelta para ir leyendo la sinopsis y me encontré con una referencia al Conde de Montecristo, como transposición de las probables aventuras y desventuras del protagonista que en ese momento yo ignoraba y me dije a mi mismo de una manera excesivamente simplificada “que raro, solo busca fuera quién no quiere mirar dentro”, pensando que de seguro, alguna figura con parecido leitmotiv tuviésemos más cerca, pero por alguna razón no se alcanzaba, el balón alegórico chutando bien fuerte para ir lejos. Bien, bueno, con una ceja arqueada me dispuse a empezar la lectura. Ahora lo he terminado y tengo alguna idea que quisiera compartir. Cierro “Los asquerosos” de Santiago Lorenzo y me pongo a intentar descomponer el artefacto a ver qué sale. Me disculpen por adelantado si les manoseo demasiado a su virgencita particular.
Lo primero que quiero decir realmente es que he disfrutado mucho de la lectura de la novela y decirlo ya me asegurará (espero) la confianza suficiente para anotar todo lo siguiente que querré exponer, pero vaya por delante que creo estar ante una novela interesante, entretenida, divertida a ratos, muy estimulante (y este es el verdadero motivo de pararme a escribir estas torpes líneas). Por fin una novela que disfrutar de manera ágil y creativa sin tener que recurrir a Wilt y sus desgracias. Máxime tratándose de Santiago Lorenzo, el príncipe de las premisas incalculables (tal vez esta junto a la del miembro del GRAPO con premio de lotería, las más creativas de la narrativa actual) y del desvarío. Pero en realidad yo quisiera pasarme a otros planos, a otras ideas en la novela. Que me gustó mucho quiero reiterar, pero que me abrió un campo de ideas que me interesan realmente más que la historia. No quiero ser “el asqueroso” de nadie, pero lo cierto es que he venido hasta aquí para teclear sobre ella.
Esta me llevó a otros momentos, por aquello del desarrollo articulado de la sempiterna fantasía de abandonarlo todo e irse a vivir al campo, idea-semilla propia de tiempos de angustia y frustración psico-social -sueña el urbanita con neo-ludismos eléctricos- Lo que uno maneja como una pequeña entelequia fruto de ciertas fijación de cambio (la persona neurótica siempre desea escapar de algo, y luego de lo que siga) aquí se hace red, malla, estructura arbórea e imagen articulada de lo que podría ser el abandono total de lo social en aras del aislamiento en el marco rural. Por fin alguien cogió esa fantasía diminuta y la estiró hasta hacer una pesadilla. Ves los escenarios, las situaciones, los dilemas y las necesidades. Y tú, que soñaste tantas veces con mandarlo todo a tomar por saco, estás en en mitad del relato.
Todo apoyado por el reconocible sobresfuerzo del autor a la hora de concatenar descripciones, párrafo a párrafo, bloques, páginas enteras. Que no veía yo tal esfuerzo a la hora de describir desde los estudios de secundaria y siempre con ánimo de completar cuartillas para una entrega, pero qué sabré yo. Yo no soy escritor. Yo solo estoy interesado en saber cuanto de la Mochufa coincide con ese anterior contenedor social de frontera, ese cajón de auto-engaño e ínfulas llamado “clase media”, aspiracional, que finalmente no podía sobrevivir a dos meses sin salario. Ese segmento poblacional que no quiso ser blue-collar y tenía más de dos cuentas bancarias.
¿Cuál es el pecado de “la Mochufa”? bueno en realidad y salvando la leve pátina de desprecio inicial (esa que apunta simplemente a ser vulgar y hacer mucho ruido), pareciera que “la Mochufa” lleva como culpa original negociar más allá de lo indicado, intentar estar en el mundo con recursos de otras clases sociales y mantener sus usos y costumbres, sus formas, sus pautas. Estar fuera de contexto, meter la mano en la caja de herramientas de los ricos. Impensable.
La “Mochufa”, según el despreciable y odioso término acuñado por el autor en un nuevo intento de envolver la aporofobia con papel de regalo lleno de dibujos de Pedro Vera, no tiene derecho a vivir su particular versión del dislocado capitalismo tardío. De reproducirse, de leer sus cosas, de intentar hacer negocios. De estar. De existir.
La Mochufa como segmento quiere ser pero no puede, persigue un cuento pero el problema son ellos y no el titiritero. Miran la luna pero no hay ni brazo ni dedo y el satélite es una naranja colgada de un palo; Sueñan los obreros con comprarse un descanso.
Que la mera exposición a esto sirva como motivación para la transformación del protagonista en un terrorista doméstico dispuesto a poner en riesgo la vida de menores debería dar algo de miedo. Pero nos estamos riendo y por ahora, pecar de pensamiento no equivale a pecar de acción.
Ah, las ruidosas maneras del pueblo, tan distintas a las silenciosas maneras de la aristocracia: la comparación elíptica, el viejo testimonio, ese profesor al que íbamos a consultar y se ponía a declarar con impunidad absoluta que en esa universidad sobraba gente. Los humildes, que siempre hemos sobrado en cualquier sitio. Que siempre hemos resultado excesivamente odiosos y molestos: uno solo es exótico, una agrupación es un excedente. Pero así entramos en otras de las capas de la novela: el individuo.
Cierto saborcillo a Tatcher sobrevuela la novela más allá de las nuevas costumbres adquiridas del protagonista y deja la garganta algo reseca. Que no existía la sociedad, que solo existían los individuos decía la señora con garras de acero y corazón vacío. Al igual que en “Los asquerosos”, donde la fantasía aspiracional se hace carne en forma de quad para el monte y calefacción gestionada por app móvil, dónde solo existen las personas y no el contexto, ocurre el rechazo pero no la explicación, el silencio por encima de la negociación. Algo que describa (entre tanto esfuerzo por describir, algunas cosas se quedaron sin detalle, que paradoja) cómo es posible lo que ocurre, dónde no hay disloque social ni de dónde se pueda destilar una responsabilidad que no sea la del porquesí, la del rechazo sin cortapisas como formas sofisticadas de traducir algo ya viejo. Pero lo sabrá mejor la editorial, que es experta en poner envoltorios modernos a cosas muy antiguas.
“Los asquerosos”, novela despreciativa hacia las clases populares, justificación de un asesino en potencia al que los otros le generaban demasiado ruido, Unabomber con ganas de descanso, MKUltra de la gran ciudad. Defensa del individualismo a ultranza, de la solución atómica, prima hermana del “a mi me va bien así”, vecina de la añoranza de los viejos tiempos donde los pobres no llegaban tan lejos, sea a estudiar a la Universidad o a habitar en un pueblo abandonado.
“Los asquerosos”, crónica rural de la ausencia de empatía y oportunidad perdida para bosquejar la alienación. Panfleto ideológicamente peligroso acerca de los fines y los medios siendo los medios alcanzar el terrorismo sin necesidad de la búsqueda de una mejora colectiva, solo para que te dejen en paz, pero combinándolo con material de blog de hace quince años. Aquellos artículos que defendían dejar de lado los champús por ser creadores de caspa y que los jabones generaban adicción sobre el cuerpo. Uno debería reconocer las fuentes de las que bebe, sobre todo si las va a fusilar.
Y tras darle la vuelta a todo esto, de verdad que yo quisiera volver a recordar cuanto me hizo reír y de qué manera me entretuvo, con todo, incluso manteniendo la idea de que buscar fuera es evitar mirar dentro, algo que sobrevuela toda la novela a varios niveles: Nadie quiere hacerlo, desde el autor al protagonista pasando por el narrador. Todos andan evitando localizar motivos internos, todos proyectan la causa sobre factores exógenos, no hay duda.
Ese supongo que es el caminar de Manuel. Por cierto, recuerdo ahora las aventuras y pesares de un fugado llamado “Manuel el Rubio” (Pablo Pérez Hidalgo con sus datos de nacimiento), que también pasó los años y la vida escondido por el monte y las cuevas del sur, al margen de la civilización, evitando ciertos peligros.
No había que buscar tan lejos. A no ser que no quisiéramos encontrar cerca.