No Logo de Naomi Klein: la batalla continúa
Por David Rodríguez, @davidjguru
“La publicidad nos hace desear coches y ropas, tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos. Somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos. No hemos sufrido una gran guerra, ni una depresión. Nuestra guerra es la guerra espiritual, nuestra gran depresión es nuestra vida. Crecimos con la televisión que nos hizo creer que algún día seriamos millonarios, dioses del cine o estrellas del rock, pero no lo seremos y poco a poco lo entendemos, lo que hace que estemos muy cabreados.”
– Tyler Durden, El club de la lucha.
Imagina un mundo donde todos los espacios hayan sido copados por la publicidad. Es más, donde ya no puedas diferenciar realmente que es publicidad y que no lo es, porque tal vez esta haya permeado todas las capas de consumo y sea capaz de atrincherarse detrás de cualquier película, dentro de cualquier canción, te espere agazapada en un programa de televisión, o de repente pase a ocupar el centro de la acción de tu personaje de cómic favorito.
Una civilización donde los nombres de calles, plazas y monumentos estén mezclados con los de grandes compañías y sus productos. Un futuro distópico donde el ocio al aire libre haya sido terriblemente limitado y no existan opciones más allá de pasar tu tiempo libre consumiendo en algún establecimiento privado.
Una cultura dominada por representaciones de signos y símbolos en formas de logotipos que marcan nuestras emociones y definen nuestras aspiraciones, dotándonos de unos sueños por materializar a través de una vida de sacrificios. En ese hipotético futuro la misma empresa se encargaría de proponerte música a través de sus sistemas tecnológicos, de persuadirte para que comprases su ropa y tal vez también te ofrecería unas suntuosas vacaciones en sus propios centros de descanso.
Estamos hablando de películas/brandedcontent como aquel publireportaje encubierto sobre Google, llamado “Los Becarios” (The Internship), o de que la marca Nike se haga cargo de los arreglos de las viejas pistas de baloncesto de los barrios pobres de Nueva York. O con ejemplos más cercanos, estaríamos hablando de espacios como la estación de metro “Vodafone Sol” en Madrid. Hibridaciones extrañas que a costa de repetirse y hacerse de manera relativamente discreta, consiguen un cierto aura de neutralidad. Simplemente un día te levantaste y ya estaban ahí. Pero no es natural ni es neutro.
¿Qué es? Es eso que llaman la ubicuidad de la marca, colega. La extraña, enfermiza, destructiva e interminable ambición de cualquier multinacional por acceder a los últimos rincones de nuestra vida. Y una vez allí instalarse y ocupar un hueco mental por el que no tiene previsto pagar alquiler. Es la necesidad orgánica de cualquier marca por transformarse en un modelo superior donde la producción, venta y distribución de bienes materiales ya no sea el centro de su negocio. ¿Producir zapatillas deportivas? eso es un juego para equipos de tercera división. Los grandes de verdad intentan producir “experiencias” y “formas de vida” mediante estrategias donde la producción es solo una mínima parte sobre la que se sustentan los grandes entramados de branding, y además tan devaluada que puede llevarse a cabo en cualquier zona del mundo que permita una de esas “zonas económicas especiales” (ZEE) o “zonas de procesamiento de las exportaciones” (ZPE), donde no rigen las leyes del derecho laboral. Ni las más mínimas condiciones de seguridad, salubridad o de defensa de los derechos de los trabajadores.
Era un mundo donde el chico pobre del ghetto podía sentir la urgente necesidad de tener prestigio a través de unas zapatillas de marca que apenas podía pagarse sin llegar a comprender que la misma empresa que le proponía un “estilo de vida” no estaba dispuesta a ofrecerle un puesto de trabajo, porque en su plan general él solo contaba como comprador de sus prestigiosos productos. Un mundo que estaba por llegar hace unos quince o veinte años, y que sin duda llegó, se instaló y se hizo “normal”.
Y Naomi Klein nos advirtió hace quince años del peligro de ese mundo en el que ya nos desenvolvemos hoy día. Quince años han pasado ya desde el primer lanzamiento de “No Logo” y cinco años desde su revisión de 2010.
Un trabajo fundamental que recopila diferentes análisis del avance imparable de las grandes compañías en la búsqueda constante de una generación de plusvalías por encima de todo, y de como sus estrategias y tácticas, en la práctica, suelen llevar a la reducción del campo de lo posible para los ciudadanos que de una vez por todas, son recluidos en una única dimensión útil: consumidores.
El imprescindible trabajo de Naomi Klein sigue siendo válido tantos años después como un recorrido histórico por los movimientos de denuncia y expulsión de las grandes compañías de los espacios públicos por parte de organizaciones de padres, de estudiantes, de deportistas, etc. Un paseo ilustrado por los datos, las tablas y las gráficas que ilustran como en paralelo al desarrollo de las estrategias globales de marketing de las grandes empresas transnacionales se produce una destrucción del empleo en las sociedades anteriormente conocidas como “industrializadas”, como las desregulaciones del control antimonopolístico creó monstruos y las leyes creadas ad-hoc para ellas permiten que los centros de producción se trasladen a puntos del globo donde el trabajo, en lugar de ser una oportunidad de desarrollo es más bien una maldición. Todo por el mercado, todo por el capital.
Da igual que se trate de muñecas rubias estereotipadas y simples, o de locales de comida rápida, o de sentir que ilusoriamente “pensamos diferente”, o de vivir la experiencia del deporte. Tienen un plan para nosotros y para ello debemos, necesariamente, de encajar en sus patrones de conducta, estilo y en última instancia, consumo.
Por sus páginas desfilan popes del asunto como Tom Peters, Scott Bedbury, Graham H. Phillips o Phil Knight, los agentes responsables de esa evolución del crecimiento sin control que desde el lado de la publicidad y el marketing han llevado a lo largo de los años a una intrusión absoluta en los ámbitos públicos del gran anuncio sobre el inmejorable producto, aquello que hizo que prácticamente cualquier cosa fuese susceptible de convertirse en un soporte publicitario. Incluido el brazo de cualquier adolescente cuando se tatúa el logotipo de una empresa deportiva, aunque deba ir con cuidado: la marca quiere que tú le pertenezcas, pero no que ella te pertenezca a ti. La marca quiere aparecer hasta en tus sueños, pero está dispuesta a demandarte si haces un uso no permitido, sin vulneras sus derechos de propiedad intelectual y su copyright. No puedes jugar con ella de manera diferente a como ella ha planeado jugar contigo. La relación no es amable ni por supuesto es igualitaria: tú tienes prohibido manipularla o incluirla en cualquiera de tus ideas. De esto también da cuenta el trabajo de Klein, recopilando una serie de ejemplos útiles de demandas de grandes compañías hacia ciudadanos comunes y artistas que se atrevieron a creerse libres.
Como decía, un trabajo fundamental para conocer aspectos y facetas fundamentales de la sociedad de consumo actual: como el logotipo se convirtió en el centro, como los anuncios se introdujeron en las escuelas y universidades, como la ciudad llegó a convertirse en un inmenso campo de batalla publicitario, que ocurre realmente en esas “zonas especiales” donde producen las grandes y sobre todo, que reacciones causó todo esto entre la ciudadanía y como se organizó esta para contraatacar a toda la hidra de marcas que intentan tejer una estrecha red que no permita demasiados movimientos en su contra.
Los años noventa, además de traernos discos míticos del Hip Hop, también nos trajeron los mejores movimientos de resistencia contra eso que se había llamado “Globalización” y que entre otras cosas, buscaba claramente ocupar cualquier espacio posible con publicidad y marketing, haciendo retroceder al estado como superestructura que debía administrar los recursos comunes y procurar un bienestar a los ciudadanos.
No lo olvidemos.
El futuro distópico ya está aquí