Hermanito: somos los condenados de la tierra
Por David Rodríguez, @davidjguru
“Cuando el espíritu se te va, no es fácil traerlo de vuelta. Hay mucha gente así, yo lo he visto. Gente perdida, gente que prefiere morir pero vive. Una persona no puede soportar tanto sufrimiento. Si sufres de esa manera, tú también enfermarás. Tu cabeza te dejará en una silla y se irá. La gente pasará a tu lado y dirá que eres un loco.”
– Ibrahima Balde
En cierto momento entre interrogatorio e interrogatorio decía el personaje de Rusth Cohle en True Detective algo así como que este es un mundo donde nada se resuelve nunca. Esto, dicho en aquel momento durante la primera temporada (la única, la buena) parecía un artificio psicológico para intentar cargar de profundidad al personaje al darle cierta intensidad filosófica, pero que demonios -vamos a saltar-… la metafísica tiene razón: hay cosas que parecen que nunca van a cambiar. Por ahora.
“Hermanito” (“Miñan”, Ibrahima Balde y Amets Arzallus, Blackie Books 2021) llegó hasta el salón de casa y saltando todas las distancias actuales que mantengo con la ficción y la novela lo tomé y empecé a leerlo: de ficción poca. De novela, escasa. Solo la oralidad transcrita y ajustada por uno de sus autores acerca de la vida, procesos, decisiones y camino recorrido por un joven de Guinea Conakry de 24 años en un éxodo cargado de dolor, necesidades, pobreza, culpa y violencia que lo lleva desde su tierra natal hasta la lejana Irún, allá por la frontera entre territorios vascos históricos.
Niñez limitada por la necesidad, juventud robada, salud deteriorada y esperanzas reducidas hasta llegar a ninguna parte, previo paso por una Libia destrozada como país al que una de esas “revoluciones de colores” diseñada por la CIA devolvió a tiempos del peor colonialismo europeo… ¿Qué es esto? ¿Cómo de imposible sigue siendo salir de esta pesadilla? Ibrahima no lo sabe, pero yo ando escribiendo estas líneas pocos días después del aniversario del secuestro y asesinato del patriota Congoleño Patrice Lumumba (primer ministro de la república del Congo en 1961)
¿Cómo es posible que andemos dentro de la misma rueda una y otra vez? ¿Cómo ha vuelto a suceder? como miembro de las capas bajas de la población del estado español estoy acostumbrado a identificar ciclos de cambio en márgenes de ochenta a cien años, créanme. Y en los países de África vamos camino de los doscientos años (la conferencia de Berlín, que quiso poner algo de orden imperialista en la cuestión del expolio africano es de mil ochocientos ochenta y cuatro, solo por ejemplo).
Hasta a mi, que tengo familiares enterrados en cunetas desconocidas casi cien años más tarde, todo esto me parece un exceso, y ese es uno de los efectos de esta lectura.
Mientras leía la historia de Ibrahima me iba irritando progresivamente: viajaba de la empatía (solo los desposeídos comprenden bien las necesidades de otros desposeídos) al odio, del enfado a la tristeza: pena por el humillado, el descamisado, el condenado de la tierra. Violencia por el poder, por las guerras preparadas desde despachos lejanos que destrozan países y pueblos y rompen cualquier posibilidad de soñar la vida mejorándola. Entonces caí en la cuenta que en realidad ya había sentido eso antes y fui a buscar al “padre” de esta novela.
Hace poco se cumplieron sesenta años de la primera edición en francés de “Los condenados de la tierra”, de Franz Fanon (Les damnés de la terre, 1961) documento fiel de la degeneración psíquica que el colonialismo fue capaz de producir en Argelia en particular y en las poblaciones de África en general: yo les animo a revisitarlo poniéndolo como espejo frente a “Hermanito”, para que podamos admirar y recalcular el tiempo que ha pasado sin que seamos capaces de volver a reconstruir algo útil y funcional durante lo que parece un ciclo de cambio eterno.
“Hermanito” le habla frente a frente a “Los condenados de la tierra” y este le responde
como Jean-Paul Sartre apuntaba en el prólogo a Franz Fanon: “Europeos, abran este libro, penetren en él. Después de dar algunos pasos en la oscuridad, verán a algunos extranjeros reunidos en torno al fuego.”
“Hermanito” de puro naive ya ni siquiera busca culpables. No tiene interés en las responsabilidades. No dice quién y qué tienen que ver los que configuran, reconfiguran y vuelven a configurar un mundo que solo responde a una vertical del poder con un único sentido disponible para el movimiento: de abajo – arriba. Como decía Tony Soprano “en este negocio el dinero sube y la mierda baja.” Pero esta biografía en forma de amable cuento no va de eso. No quiere exigir, ni plantear, ni revisar: eso facilita que la firma de alguien como Jordi Évole vaya en la faja del libro, supongo.
En cualquier caso, si de verdad vamos a hacernos los concienciados tras la lectura de “Hermanito”, apelemos a los viejos autores para preguntarnos, como nos proponía Jean-Paul Sartre:
“Ustedes saben bien que somos explotadores. Saben que nos apoderamos del oro y los metales y el petróleo de los “continentes nuevos” para traerlos a las viejas metrópolis. No sin excelentes resultados: palacios, catedrales, capitales industriales; y cuando amenazaba la crisis, ahí estaban los mercados coloniales para amortiguarla o desviarla. Europa, cargada de riquezas, otorgó de jure la humanidad a todos sus habitantes: un hombre, entre nosotros, quiere decir un cómplice puesto que todos nos hemos beneficiado con la explotación colonial.”
“Este libro te cambiará” quiere asegurar el texto principal de la faja. Yo no estoy seguro de tanto, porque tampoco consiguieron transformarnos las imágenes de las hambrunas en África día tras día en el telediario. Estoy entre los que piensan que las escenas de brutalismo al hacerse constantes, insensibilizan progresivamente. Pero lo mismo, por algo, por muy poco, sirve para hacerse algunas preguntas, y eso ya sería bastante dentro de nuestro espacio-morfina. Mucho, incluso. En los sesenta años transcurridos entre la publicación de Franz Fanon y la del libro con la historia de Ibrahima Balde (y una década después de la caída de Gaddafi) están las mismas preguntas sobre la mesa. Esperando respuestas, seguramente esas mismas, las que terminan saliendo de las últimas puertas cerradas al final del pasillo.