Mindhunter: escalofríos en el hipotálamo
Por Toni García Ramón, @tgarciaramon
La gran serie de Netflix en 2017 ha tardado diez meses en llegar. Que David Fincher firme cualquier cosa es siempre una buena noticia, ya sea una serie o una película, o un comic o una tarjeta postal. Sin embargo, y como ya ha sucedido con la fallida House of cards (el chicle que masticas durante dos días pero del que nunca encuentras la forma de librarte) la noticia es realmente buena si es él el que dirige. Es decir: su implicación absoluta es el faro del éxito. Si Fincher cree en el proyecto se nota, y mucho.
Mindhunter es la demostración del axioma expuesto en el párrafo anterior: una serie dirigida, producida, pensada y ejecutada por el director de El club de la lucha, Seven, Zodiac o Millenium. Una serie que tiene todo lo bueno de su visión del cine y la televisión, y otro tanto de ese elemento psico-filosófico que inunda todas las obras del estadounidense, más cerca aquí de la mencionada Zodiac que de cualquiera de sus otras películas.
Dos agentes del FBI como el día y la noche situados en la parte baja del embudo de un proyecto que a finales de los ’70 parecía una auténtica marcianada: entrevistar a asesinos en serie a lo largo y ancho de una América que empezaba a notar los efectos de la muerte política de Nixon sin saber que a la vuelta de la esquina les esperaba Ronald Reagan. En esa América, a medio camino entre la caída en desgracia del amor libre y la llegada de un conservadurismo feroz, el FBI empezó a erigirse el imperio de la ley y sus tentáculos enraizaban en un suelo fértil, empujados por la idea de que alguien debía vigilar a los vigilantes.
En ese clima nació la unidad de ciencias del Comportamiento de Quantico, una división de los federales que se encargaba de analizar toneladas de datos en busca de patrones que permitieran adelantarse a determinadas actividades delictivas. Por supuesto, la creación de una unidad de estas características, basada en la observación y no en la violencia (estructural, jerárquica o policial) enarcó muchas cejas en un organismo todopoderoso cuya finalidad última era mantener prietas las filas en un país tendente a las revoluciones desde su mismísima fundación.
Mindhunter no olvida el contexto pero ofrece una visión lúcida, sobria y directa del auténtico trabajo de los agentes de esa unidad, tipos que deben mirar a los ojos de la bestia y fingir que todo sigue igual. Esa premisa de ‘para atrapar a un monstruo debes estar dispuesto a convertirte en uno’, recorre la columna vertebral de la serie de principio a fin, trazando con sabiduría el camino que debe recorrerse para que sentarse delante de un asesino y jugar con él con las cartas marcadas sin saber si Satán guarda un as bajo la manga, sirva –finalmente- para atrapar a otros como él.
El reparto es magnífico, aunque la pieza más floja sea quizás la principal (Jonathan Groff), algo que compensa el inmenso Holt McCallany (qué pedazo de actor) y la árida Anna Torv, a la que habíamos perdido la pista desde Fringe, junto a un diseño de producción despampanante y una fotografía de Erik Messerschmidt, el tipo de moda en Hollywood cuando se trata de agarrar la cámara y responsable aquí de una atmósfera malsana que incomoda sin llegar a alarmar. El ejemplo más claro son las entrevistas de los agentes al personaje de Ed Kemper (el mejor de la serie, por varias cabezas), rodadas como si se tratara de una conversación formal en el salón de una casa, justo antes de servir al té, sin poner énfasis en la terrible oscuridad que se esconde detrás del asesino.
Seguramente en esa parte reside lo mejor de una serie impecable: su capacidad para clavarse en el espectador usando simplemente esa parte de nuestro cerebro que trata de procesar lo que consideramos incomprensible, y hacerlo como si estuviéramos asistiendo a una clase de mecanografía. Maldito David Fincher.
Una serie de altísima calidad y de la que se está hablando menos de lo que se debería.