Jason Bourne, nuestro héroe postmoderno
Por Ana Rodríguez, @mmetafetan
Si usted está pensando en crear un proyecto con superpersonas manipuladas psicológicamente, no se olvide de crear células durmientes en París, Berlín y Roma.
La relación de ideas en ocasiones roza el absurdo. Un buen ejemplo de ello es el pensamiento anterior, que se me pasó por la cabeza viendo Lucy (2014, Luc Besson): en la fase inicial, cuando nos presentan a las “mulas” que van cargadas de CPH4 y mencionan que están destinadas a las principales ciudades europeas, París, Berlín y Roma, grité “¡coño, Treadstone!“.
¿Hay más conexiones entre esta película y la trilogía original de Bourne? Hay parecidos razonables: la presencia de París y el hotel Lutetia (que no es el mejor hotel de la ciudad, pero sí el que genera mayor apetito fílmico), persecuciones en coche a lo bestia y un protagonista en busca de sí mismo, que está descubriendo sus capacidades.
¿Pero es posible colocar en el mismo plano a Lucy y a Jason Bourne? Aún estoy meditando qué supone para mí el papel de Scarlett Johansson, por una razón muy sencilla: el de Matt Damon es mucho más que un simple personaje de acción.
Basado en las novelas de suspense y espionaje de Robert Ludlum, Jason Bourne es un agente de la CIA que forma parte de un cuerpo de élite, un proyecto secreto llamado Treadstone, en el que sus miembros son entrenados y expuestos a experiencias extremas tanto física como psicológicamente. Un proceso que los convierte en espías y máquinas de matar que actúan en la clandestinidad, modificando ciertos componentes de la vida política que provocan quebraderos de cabeza en ciertas esferas de poder.
Hasta aquí, podemos decir que se trata de un argumento que nos resulta familiar. Quién no ha visto películas de espías, de James Bond, adaptaciones de Le Carré y Forsyth… recreaciones en el celuloide de lo que podía haber delante y detrás del Telón de Acero, que llenaron nuestra educación infantil cuando sólo había dos canales de televisión.
El problema de Treadstone es que presiona tanto la resistencia psicológica de sus agentes que estos acaban teniendo efectos secundarios, hasta tal punto que sus propios creadores deciden clausurarlo, sin darle demasiada importancia. La amnesia traumática de Jason Bourne se convierte en la disculpa perfecta para hacerlo, sin tener en cuenta todo lo que puede desencadenar.
Y es en ese detalle donde la trilogía de Bourne adquiere su grandiosidad, pues más allá de la trama y de sus maravillosas persecuciones nos encontramos con un personaje que se construye a sí mismo a medida que recompone sus recuerdos y lo que era. Un proceso que roza lo metaficcional: va acumulando sus recuerdos en un cuaderno para tratar de encontrar un hilo conductor entre ellos, a la vez que se hace consciente de que es fruto de su “creador“, Albert Hirsch (Albert Finney).
Pero podemos llevar al personaje más allá o por lo menos, ésa es la teoría que me vino a la cabeza más o menos en 2004, cuando sólo había visto la primera, y que se confirmó tras ver las dos siguientes. La idea me surgió en clase, en teoría de la literatura, mientras el profesor hablaba del modelo actancial de Greimas según el cual podían distribuirse los elementos de un relato:
- El sujeto, el protagonista de la narración
- El destinador, el que motiva la acción
- El destinatario, aquél que recibe la acción del protagonista
- El objeto, la acción en sí misma que simboliza al sujeto
- El ayudante, ese personaje o elemento que sirve de apoyo
- El oponente, el antagonista, el que se enfrenta al sujeto
Tomando como ejemplo obras de diferentes épocas, el profesor explicaba este esquema. Por él pasaron diferentes personajes icónicos de la literatura, como el Quijote o Werther, que más allá del relato reflejaban la ideología de la época. Curiosamente, al llegar a la actualidad, nos encontramos con el “relato radical“, propio de la postmodernidad. Los ideales y la sociedad desaparecían: ya no hay ese trasfondo ideológico ni ese destinador universal que hay más allá del individuo. El sujeto es el destinatario de su propia acción, ayudado y movido por su egoísmo.
Por la proximidad temporal era difícil encontrar un personaje tan reconocible como los anteriores pero mi memoria lo tuvo claro: era Jason Bourne. Es cierto que así descrito parece que el “héroe” postmoderno suena poco atractivo. Es el colmo del nihilismo: sin moral, sin objetivos, sin certeza alguna, sin ese destino que nos definía la religión.
Pero pensemos en nosotros, pensemos que en menos de un siglo y medio se rompe el aparato filosófico tradicional: nos cargamos a dios, la existencia se convierte en el centro de nuestro conocimiento, descubrimos que estamos alienados y que todo es relativo. ¿Acaso no nos da por pensar en algún momento que no sabemos quiénes somos?
Llegados a ese punto, todos somos Bourne y nuestro ego nos mueve a descubrir qué somos realmente más allá del constructo. Las convenciones sociales son nuestro Treadstone particular y pasamos a rebuscar en nuestros recuerdos para recuperar los sentimientos más auténticos, con menor grado de mediatización. Comenzamos a ser conscientes de la alienación que supone el “que se espera de nosotros“.
Vayamos más allá del efectismo de la película de acción y quedémonos con la esencia de Jason Bourne, con su ir y venir interior: es el héroe de nuestro tiempo, el que mejor refleja nuestro devenir.