Ex_Machina ¿Todos somos robots?
Por Ana Rodríguez, @mmetafetan
Últimamente, cuando me hablan del concepto «inteligencia artificial» no puedo evitar acordarme de Stephen Hawking. Sí, a finales del año pasado el científico británico nos alertaba de la posibilidad de que ocurriera un «apocalipsis robot». Sí, tal cual. Me dio la risa y pensé si es que acababa de ver, por primera vez, Terminator, o mejor todavía, si es que se había leído Robocop versus Terminator, de Frank Miller y Walter Simonson.
Aunque las relaciones de ideas circulan sin control, no voy a hablar exactamente de cyborgs ni de androides, sino de inteligencia artificial, que es lo que nos propone Alex Garland, que tras su experiencia como escritor y guionista de La playa, 28 días después o Sunshine, se lanza a dirigir su ópera prima, Ex Machina (2015), una película que gana interés según va avanzando.
El punto de partida es Caleb (Domhnall Gleeson), un joven programador que trabaja en una de las mayores empresas de Internet (holi, Google), en la que gana un concurso interno. El premio es pasar una semana con el misterioso CEO de la empresa, Nathan (Oscar Isaac). ¿El objetivo? No lo descubriremos hasta que llegue allí, su sofisticada casa alejada de la civilización, en un solitario paraje, tan verde, tan idílico y tan sospechoso que te hace pensar en Nublar con rebequita. Después de la toma de contacto, Nathan le cuenta a Caleb por qué está allí: tras muchos ensayos e investigaciones ha creado a Ava (Alicia Vikander), un robot de apariencia femenina, y quiere probar si pasa el test de Turing, para demostrar si existe como inteligencia artificial.
Una vez hechas las presentaciones, asistiremos a las siete sesiones en las que Caleb conversará con Ava para comprobar la hipótesis de su creador. A primera vista pensamos si es posible, pues no deja de ser chocante que se plantee esta hipótesis: Ava es de metal, sólo tiene un dulce rostro humano, así que parece imposible separar el simple análisis de la percepción visual. Además, si ya de por sí es complicado en ocasiones romper el hielo, imagínate cómo puede serlo cuando entablas conversación con algo que claramente es una máquina y no eres precisamente el colmo de la extroversión, como le ocurre a Caleb.
Las primeras sesiones de la película se hacen ligeramente lentas. En un principio pensaba si era una cuestión de ritmo pero una vez reposada no sé si pensar que es un efecto pretendido: es una situación incómoda, tanto por el escenario como por los personajes que allí aparecen. Nadie se conoce, están en mitad de ninguna parte, ¿hay algo mejor que hacer? Además, no diría que es previsible pero vas sospechando qué puede ocurrir. Sin embargo, a medida que la relación entre Caleb y Ava se afianza y se estrecha, el suspense aparece: su complicidad crece, pero también lo hace el desasosiego. ¿Qué más ocurre?
Mucho más, tanto dentro como fuera de la pantalla. Destaco la experiencia del espectador porque no sé a otros pero a mí me hizo pensar, sobre si realmente hay tanta diferencia entre un humano y un robot. Oh, sí, muchos dirán que nosotros tenemos sentimientos, pero hasta qué punto no estamos programados de alguna forma, desde la moral hasta el gusto. En el fondo, todo se educa a base de un exceso de hermenéutica en ciertos planos y una ausencia de pensamiento crítico sobre lo que debe ser frente a lo que te gustaría; incluso lo que se sale de la norma a veces me pregunto si no está pautado desde la negación. Una reflexión sobre la que sigo dando vueltas y que para colmo, leyendo Los Invisibles de Grant Morrison, me encuentro con que, en un momento dado, afirman que nos crían como robotitos. Coincidencias, cuanto menos, llamativas.
Creo que el funcionamiento de la tensión narrativa de Ex Machina le debe mucho a sus actores, tanto por su trabajo como por el acierto de su casting, pues su apariencia física importa. Caleb y Nathan son antagonistas perfectos: un rubio-pelirrojo tirillas frente a un moreno «cachas». Jamás había visto a Domhnall Gleeson en un papel protagonista (de hecho, ni recordaba que salía en las últimas de Harry Potter), pero da el tipo a la perfección de chico introvertido, rozando lo nerd, al que le cuesta mirarte a los ojos: apenas te llama la atención, aunque consigue que te identifiques con él. Enfrente, Oscar Isaacs, que es todo lo contrario: fuerte, hipersexual, con una presencia poderosa. Vamos, que te lo follarías a sabiendas de que no es una buena idea. Sin necesidad de escucharles y a simple vista, los roles quedan claros.
Entre ellos nos encontramos la cara de Alicia Vikander (porque es lo que vemos principalmente), que crea un personaje lleno de matices, pues con su mirada transmite más de lo que dice, y delicado en el trabajo que hace, tanto con su cara como con la contención de sus gestos. Un personaje que merece la pena descubrir cómo va evolucionando, hasta un final que podríamos definir como glorioso por las implicaciones que tiene.
Por último, merece mención especial la banda sonora de Geoff Barrow y Ben Salisbury. Una genialidad electrónica capaz de crear ambientes, lo cual no es extraño si tenemos en cuenta que el primero de ellos es uno de los miembros de Portishead. Nada más que añadir, está claro.
Para aquellos que son amantes de la ciencia ficción, ya están tardando en verla. Para aquellos que son más recelosos con este género, dadle una oportunidad: os daréis cuenta de que hacerle de menos es un prejuicio persistente.