Grand Hotel Budapest, el humor en tiempos de lo cuqui
Por Alberto Pérez, @NoUso
Wes Anderson es el puto amo. Esa sería mi sinopsis más acertada acerca de la última película del director texano, y no sólo es su última obra, sino que es la primera de él que veo (desatendiendo las recomendaciones de casi todo el mundo).
Veamos, la cinta está ambientada en un hotel de lujo en la centroeuropa de los años de entreguerras, unos convulsos años 30 en los que las aristocracias europeas hacían adoración del gran lujo mientras el crack del 29 llevaba la miseria en la primera crisis global. Además cuenta con un reparto de lujo, en el que figuras consagradas de Hollywood comparten personajes principales y secundarios: Tilda Swinton, Willem Dafoe, Bill Murray, Harvey Keitel, Jude Law, Edward Norton y Owen Wilson, por ejemplo.
El análisis del film se me hace difícil porque se puede atacar desde muchos puntos de vista. Wes Anderson comienza a contarnos cómo el dueño, Zero Mustapha (F. Murray Abrahams), en los años 80, comienza a contarle su historia a un escritor que se aloja. Un Grand Hotel Budapest que es en esos momentos un viejo recuerdo de lo que había sido y que se ha convertido en refugio de artistas buscando la soledad y la inspiración.
La historia central es la del dueño, que empezó como botones, adiestrado por “el mejor conserje que ha tenido el Grand Budapest”, el señor Mr Gustave. Un jovencísimo botones (Tony Revolori) sin nada ni nadie en el mundo, que será tutorizado por este conserje (Ralph Fiennes) que hacía las delicias de las damas de la aristocracia de la época y que recibe una gran herencia por parte de esta. Las aventuras y desventuras que corren para poder cobrar y disfrutar esa herencia son el motor principal de la película.
En clave de humor Anderson es capaz de llevarnos a un divertidísimo recorrido por las peripecias de estos dos, y de los personajes que se le irán añadiendo. Pero, ¿qué la hace genial? Por un lado la hace genial la caricaturización de los personajes principales, un Mr Gustave extremadamente ducho en modales, que aunque nunca los llega a perder, sí cambia el lenguaje cuando está fuera de su trabajo, y un Zero Mustapha, que en su afán de aprendizaje quiere imitar tanto a su tutor que llega a pintarse un bigote que va creciendo poco a poco. Una irreconocible Tilda Swinton caracterizada como Madame D. (la que deja la herencia), y la histriónica actuación de Adrien Brody, el hijo de ésta, o de sus hermanas, son sencillamente espectaculares.
Pero esta facilidad para la hipérbole y la risa esconde un relato magnífico. La mentalidad de la época, con una pastelera, Agtaha (Saoirse Ronan), que tendrá una relación con Mustapha y que será secundaria en toda la aventura principal, que duerme en el taller de su maestro (ella es aprendiz), que está sujeta a la voluntad de éste , y al que le tiene que esconder los encuentros con el chico, que esconde el paternalismo y el régimen de semi esclavitud en el que se veían inmiscuidos los obreros y artesanos del momento. Con unos trabajadores, Mustapha y Gustave, que son corporativistas, agradecidos a la mano que le da de comer, que no ponen en cuestón la situación de desigualdad e injusticia por la que atraviesan y que se mantienen fieles a unos valores que no deberían ir con ellos en sus relaciones laborales, y que se ve contrastado con la solidaridad que se demuestra cuando aparece la hermandad de los conserjes en un momento en el que necesitan ayuda externa.
El hijo de Madame D, que refleja la importancia del linaje y el apellido como elemento no solo de prestigio, sino de riqueza, y que no está dispuesto a permitir que un hombre que no es de su clase y que sólo debía ser el divertimento de su señora madre, nunca nada más, y la preponderancia del hombre en la familia con tres hermanas que son simples acompañantes de su personaje.
El ambiente industrial de las ciudades de la Vieja Europa, los viajes en tren, en los que se escenifica los cambios de regímenes y la corrupción de las fuerzas de seguridad en diferentes momentos, y cómo estas mismas instituciones estatales se convierten en mano armada de esa aristocracia privilegiada.
Y otro de los elementos de situación social es la cárcel, donde todos se convierten en iguales para conseguir un fin único.
Todo esto se camufla magníficamente bien en un ambiente que atrapa. La manera de contar las cosas que tiene el maestro texano hace que todo pase desapercibido y todo llame la atención. Los planos, la ambientación, las formas, el vestuario. Todo queda precioso, todo te envuelve en una sensación de querer estar allí, saborear los olores, los sabores, los colores. Todo es bonito, incluso un asesinato, incluso cuando se confiesa una gerontofilia, incluso cuando un sueño se rompe, o una persecución a los buenos va a salir mal, incluso una cárcel. Dan ganas de viajar a esa época, en la que pase lo que pase da igual porque es un mundo lleno de color y cosas cuquis.
En definitiva, una película maravillosa que tengo que volver a ver pronto porque seguro que se le puede sacar mucha más punta, muchas más lecturas, y muchos más detalles en que fijarse. Además, Wes Anderson ha ganado un fan imperioso, tanto que ayer mismo estaba viendo otra de sus películas, “Viaje a Darjeelin”, que seguro que no será la última. Así que ya sabéis, si no la habéis visto, estáis tardando, y si la habéis visto, estáis tardando en volverla a ver.
Bola extra: Canciones de la banda sonora de Gran Hotel Budapest seleccionadas en una playlist. Para lectores selectos en nuestro perfil de Spotify: cibass_blog
Se ha hablado mucho sobre esta película, y esta crítica es la que más me ha motivado a verla. Congratuleishions
[…] Gran Hotel Budapest, ¿el culmen del trastorno TOC de Wes Anderson? […]