Volveremos a dormir para soñar de nuevo
Por Rubén Jimenez, @rubenovic9
Ya pasó la resaca y es momento de mirar atrás y recordar con una sonrisa tonta lo ocurrido. Como esa noche en la que sales y el chico o chica que nos gusta desde hace tanto tiempo por fin nos ha hecho caso. Además, justo en la cita en la que menos esperábamos, en la que menos esperanzas teníamos depositadas, la que encarábamos con más achaques… Pero esa, sí, la tarde del 20 de septiembre quedará guardada en nuestras retinas.
Algunos decían que no nos habíamos preparado bien para la cita, que no conseguiríamos nada con ese alguien tan especial si antes sólo habíamos probado con objetivos muchísimo más asequibles. Otros decían que nos faltaba la determinación, el carácter, el físico o la lógica de otras ocasiones en la que lo habíamos intentado. Había quien incluso decía que a nuestra edad ya no estábamos para estos trotes y que nuestros mejores tiempos ya habían pasado. No ha habido nadie de los nuestros que no haya dudado de nosotros en algún momento, nadie. Me incluyo también.
La noche pintaba difícil desde el primer momento. El DJ tenía ganas de fiesta y nos retaba en unos primeros envites a bailar con algunas de las más feas. Con suerte dispar sorteamos a quienes se nos puso por delante en búsqueda del baile soñado. Entre medias, la dueña del local se nos puso por delante, en un reto a cara de perro en el que quien cayese derrotado tendría que abandonar la fiesta por la puerta de atrás. Ahí empezamos a vislumbrar que lo que había comenzado como una noche en la que teníamos más que perder que ganar, podría ser nuestra gran noche.
Para ellos era la última oportunidad de utilizar su gran arma. Un rubio vigoroso, con un físico envidiable que ha dado grandes noches a propios y extraños. Aquí y allí, y que cuando se ha medido a nosotros nos ha dado más de un quebradero de cabeza. Ese rubio quizás merecía otra despedida, alguna épica final a la altura de su carrera pero llegado ese momento, allí estaba su gente y allí estaba él. En el centro de la pista, ofreciendo una reverencia a los presentes y sabiendo que tras ese escenario habíamos muchos más dedicándole nuestro penúltimo aplauso a quien ha cambiado la historia de un país.
Tras rendir pleitesía a quien la merece, dos canciones más que iban elevando la dificultad sobre la pista justo antes de llegar al tema esperado por todos. Una melodía que ya nos sonaba de los últimos veranos. De nuevo nos tocaba bailar con la más fea. Es por ello por lo que, llegados a este punto, dejo la metáfora a un lado.
Una España mermada, criticada ante el mayor ejército llamado a filas en un Eurobasket. En Francia y ante la mejor Francia de la historia. Ríete tú de Napoleón y su tropa. Pero históricamente, en toda batalla épica que se precie emerge la figura de un líder, alguien que toma el mando, y Pau Gasol ya lo avisó cuando vencimos a Grecia: “hemos venido aquí a ganar a Francia”.
Y es que ya sea en un equipo, en una tropa para una batalla, en un aula de instituto, en un grupo de amigos, en una familia… En cualquier escenario que se precie siempre hace falta un líder. Alguien que señale el camino, alguien a quien seguir y el ‘4’ de la selección española, con permiso de Rafa Nadal, demostró que es el mejor deportista español de todos los tiempos.
Así pues, con una exhibición como no se recuerda, las extraterrestres cifras quedaron en un segundo plano a tenor de lo que Pau supuso. Demostró con su liderazgo que se trataba de algo más que un partido de baloncesto, que aquello iba más allá de encestar la pelota. Porque Gasol enganchó a casi seis millones de espectadores esa noche (cifra que se desbordaría en la final del domingo), consiguió unir a España sin necesidad de hacer política, nos puso a todos de acuerdo, e hizo que esa noche, miles de niños se fueran a la cama soñando con ser él. Y otros tantos mayores, para qué negarlo.
Para el domingo quedaba el último baile. Nos daba igual si sonaba un jazz o un blues. Sólo nos iban a hacer falta los primeros acordes para saber cómo terminaba la canción. La iniciativa la llevaríamos nosotros y el rival movería los pies al ritmo que nosotros marcásemos. Más de seis millones de españoles pegados al televisor, en el carro estábamos todos montados, no faltaba nadie. Las caras y los gestos de los primeros minutos nos invitaban a una coreografía similar a la que realizamos en 2006 con Grecia enfrente. Se encargaron de recordarnos la frase de Rudy Tamjanovic, que tras hacerse con su segundo anillo, en una situación similar esgrimió aquello de “nunca subestimes el corazón de un campeón”.
No sé si ha sido el destino, la suerte, el talento o, simplemente Pau Gasol. Lo cierto es que nos han dado una última oportunidad de ver sobre la pista a este grupo que no se arruga ante la mejor orquesta sinfónica, que nos demuestran una y otra vez que la vida puede ser maravillosa, que nos ha hecho alcanzar lo imposible. Será en Río cuando algunos se despidan, aunque antes de irse se han ganado el derecho a ser eternos.