El eterno grito de Francesca Woodman
Por Cristina Elías, @hiroshimaharuki
“Mi vida en este punto es como un sedimento muy viejo en una taza de café
y preferiría morir joven dejando varias realizaciones,
en vez de ir borrando atropelladamente todas estas cosas delicadas…”
-Francesca Woodman
El mundo de la fotografía, como muchas otras disciplinas artísticas, esta llena de relatos trágicos y de protagonistas que no pudieron alcanzar un merecido estatus a lo largo de sus vidas. Artistas a los que solo la muerte les otorgó un cierto interés comercial y en base a esto consiguieron despertar un interés en su obra. El mundo del arte es también la historia de los negocios y de la especulación artística, aspectos más prosaicos de la proyección del artista y que desgraciadamente, marcan la revalorización de obras que con anterioridad solo habían pasado desapercibidas o directamente despreciadas por los expertos. El estatus soñado por los artistas a veces llega tras su abandono de la existencia física y tras un periplo vital lleno de frustraciones y dificultades que no alcanzan nunca a superar en vida. Trágicas existencias como la de Modigliani o la de Van Gogh podemos descubrir en cada rama artística, y la fotografía no es una excepción. Me gustaría compartir con vosotros el caso de Francesca Woodman, hija de un entorno dedicado al arte y la creación que desde la más tierna infancia sintió dentro la necesidad de expresarse y de retratar el mundo. La historia de una artista especial y diferenciada que solo desde otro plano astral puede ya observar el devenir de su obra y su reputación.
La pequeña Francesca Woodman nació en 1958 en Denver, Colorado. Nació en un entorno donde el arte y la creación artística siempre estuvo muy presente, aspecto este que la potenció desde la infancía y la condición a orientarse en ello. Su infancia transcurre entre Boulder, Colorado y Antella, en plena campiña Toscana, donde vivió rodeada de arte y artistas de la alta sociedad de Florencia. Fue una artista precoz, a los 13 años se hizo su primer autorretrato.
Inicia su formación en un instituto privado de Massachusetts y más tarde comenzaría en La Rhode Island of Design (RIDS) y tras dos años en la escuela se va un año de intercambio a Roma como parte del programa European Honors en el Palazzo Cenci. A finales de 1978 Francesca vuelve a la RIDS para finalizar sus estudios un año después, fecha en la que se muda a Nueva York pero vuelve a irse a una residencia artística en la Colonia MacDowell en Peterborough, New Hampshire. Francesca era como muy dispersa, un maravilloso culo inquieto deseoso de experimentar y crear. Dos años después, en 1981 se arrojaba desde una ventana del Lower East Side en Manhattan a los 23 años. La depresión pudo con esa niña tan frágil como fría y determinada. ¿Sus motivos? Nunca estuvieron muy claros. Francesca decía sentirse apabullada por el mundo del negocio del arte. No se sentía representada en las tendencias comerciales de la época, donde el cruce del arte y el marketing alcanzaban cotas nunca vistas con anterioridad. Frente a sus obras expuestas en las galerías de Nueva York podían verse enfrente, literalmente pared contra pared, grandes impresiones de modelos, de moda y de tendencias a todo color. Y eran precisamente este tipo de tendencias las que atraían las miradas e intereses de compradores y críticos. Francesca estaba fuera de plano, como si perteneciese a otro tiempo, como una ‘outsider’ dentro del corpus del mainstream principal. Ni siquiera soportaba el formato, pensaba que en el libro recopilador estaba su solución para llegar al público. No creía en las paredes. Soñaba con el papel.
Su obra es sutil y oscura, le rodea un halo misterioso, una atmósfera decadente y está repleta de detalles y simbología. El desnudo y el cuerpo femenino son los géneros más utilizados por la artista.
La composición de los objetos utilizados estaban perfectamente colocados, no dejaba nada al azar. Espejos, flores, paisajes grotescos y espacios abandonados.
Eran autorretratos que evocaban el paso del tiempo, mostraban su tristeza, su cansancio, su desesperación así como sus inquietudes, sus pensamientos, dando rienda suelta a la imaginación llegaba a conectar con su yo interior, con la libertad espiritual. La fotografía analógica es bella por si misma, el grano la hace especial y el blanco y negro siempre me ha parecido que enfatizaba el delirio, el drama. Lograba una difícil elegancia en los claroscuros sobre unos fondos desahuciados, quizá como metáfora de una alma rota, pero a la vez tan bellos por su textura mimetizada con su cuerpo.
En sus imágenes vemos constantemente diálogos con el yo y una representación del cuerpo femenino. A menudo oculta su rostro y su cuerpo en el espacio. Usa la abstracción, composiciones surreales y repetición periódica de fuertes líneas y ángulos en zigzag.
No era narcisismo ni simples autorretratos, eran autobiográficos, posiblemente y de forma consciente una muerte anunciada.