La llegada, el color azul y una buena política de sistemas

Por David Rodríguez, @davidjguru

William Ewart Gladstone (1809 – 1898) fue el Primer Ministro británico con más capacidad para razonar de toda la historia de la Gran Bretaña y dejando aparte el asunto de la concesión de un parlamento propio a los irlandeses, hay otra cosa que podríamos agradecerle: descubrir que para los antiguos griegos el color azul no existía.

Y ahora una vez pasadas las cuatro líneas del punch inicial, maticemos: más bien que los griegos (como ocurría en otras culturas antiguas también), no tenían necesidad de describir, marcar y en definitiva conceder entidad propia al color azul. Será solo en el antiguo Egipto cuando los artesanos consigan reproducir el complicado pigmento (no era posible extraerlo directamente de la naturaleza) y darle un peso propio, separándolo de su asignación inicial, esto es, concediéndole un concepto para si mismo. ¿Qué hizo Gladstone? básicamente se puso a repasar textos clásicos y realizó un conteo de las apariciones de color en los escritos: ganaban por goleada el blanco y el negro, aparecían algunos amarillos y verdes, pero el COUNT(*) de “azul” devolvía valor cero.

CIBASS Egyptian blue color

Se establecía así una premisa extraña, que ya fue refutada al final de los años sesenta y a pesar de ello sigue vigente hoy día y repetida hasta la saciedad: que los griegos no percibían dicho color. Pero no-percibir es diferente a no-describir, y una cultura solo tiene necesidad de crear términos para aquellos conceptos que van adquiriendo una entidad emergente y necesitan ser nombrados de manera cada vez más específica. Aunque la relación es más biyectiva que unidireccional y relativismo lingüístico aparte, hay toda una ligazón dialéctica entre lenguaje y avance tecnológico: ambos se retroalimentan, se necesitan y se influyen mutuamente en la estructura del otro, se permean, se permiten mutar. Para evaluar esto, la película “La Llegada” (Arrival, 2016) es un ejemplo interesante. Ahí tenemos lenguaje, habla, comunicación, cultura y desarrollo tecnológico.

¿Ciencia-Ficción y lenguaje? No se le puede negar a la ciencia-ficción su capacidad para enfrentar los problemas presentes y futuros de una forma sutil y metaforizada, de establecer paralelismos con la realidad y trabajar sobre nuestras preocupaciones de una manera indirecta y libre de la responsabilidad del juicio. Sea hard-scifi o fantaciencia, o bien funcione como contenedor o género propio, el bloque facilita el tratamiento de manera codificada en otros entornos de espejos distantes. Y en ese marco, La Llegada funciona bastante bien para el tratamiento de los trastornos de la comunicación y de nuestros problemas para interpretar al otro, para comprender no solo su lenguaje sino también sus modelos y meta-modelos mentales, su cultura, su escala de valores y anti-valores. La manera de interpretar la realidad y sobre todo de procesarla.

Ahí atacan directamente con el cuchillo entre los dientes Villeneuve y Eric Heisserer, director y guionista del proyecto respectivamente, en una película que narra una historia de encuentros en la tercera fase en la que una raza extraterrestre hace una aparición en la tierra (nunca sabremos si son doce naves o doce proyecciones de una misma entidad) y una lingüista (Amy Adams) y un físico (Jeremy Renner) son seleccionados para dirigir las pruebas de comunicación que deben conseguir interpretar la intención de esos heptápodos que han venido a la tierra hablando en un lenguaje disociado de sus sistemas de escritura que nadie ha conseguido interpretar hasta el momento.

CIBASS Arrival 2

Trabajando sobre la premisa de la hipótesis simplificada de Sapir-Whorf -que la inmersión en un lenguaje no-materno tiende a reconfigurar el cerebro- e incluso asumiendo que algunas conclusiones ya fueron refutadas en su momento la película resulta de lo más interesante, porque básicamente nos ofrece la evidencia de lo escasamente cualificados que nos encontramos para operar en la otredad, fuera de nuestro propio etno-centrismo de especie constantemente crispada y preparada siempre para elegir la malignidad del otro a partir de un reflejo inconsciente. Solo Louise Banks, el personaje interpretado por Amy Adams, se encuentra predispuesta a salir al encuentro de ese otro mundo tan lejano y tan extraño. Y para hacerlo, comprende perfectamente que hay que dar algo a cambio, asumir algún riesgo, ofrecer una parte de ti para que también entre el otro.
Es aquí también donde La Llegada nos vuelve a dar otro guantazo en nuestra débil conciencia y en nuestra voluble moral: ejemplo práctico de lo que supone una verdadera política de integración, porque como es (teóricamente) sabido, para que una integración de sistemas sea exitosa, cada sistema debe ceder una parte, flexibilizar algún aspecto específico sin importar cual es el hegemónico o cual es el débil. Sin esa generosidad solo ocurre que el mayor le exige transformaciones al menor, un chantaje de facto.
Pensemos por un solo segundo: nuestra sociedad está frecuentemente exigiendo que sea el otro el que se transforme, el que se adapte, el que realice una conversión lo más exacta posible a nuestras pautas. Que deje al lado su idioma, su cultura, su religión, sus costumbres…ya que caminando con ellas nunca podrá “integrarse”, y eso nos lleva constantemente a fracasos identitarios como Sísifo intenta empujar su piedra una y otra vez. Por eso tal vez Louise Banks arriesga su salud y su cordura y obtiene mejores resultados que todos los anteriores líderes de la misión. Por ver al otro sin crispación. Por admitir la duda. Por confiar en la posibilidad de que se puedan alcanzar fines positivos.
Y también recibe un regalo a cambio: un presente que traen los alienígenas para ayudar a evolucionar a la humanidad, algo en forma de arma/herramienta que ayudaría a nuestro mundo a ser mejor o al menos a dar un salto evolutivo.
Según confesiones de su propio guionista, en un inicio la herramienta/arma debía ser una nave espacial, pero el Interstellar de Nolan llegó antes y tuvieron que cambiar el asunto. Bueno, si por algo se define un Macguffin es por ser fácilmente sustituible y no alterar su importancia. No hay mayor problema.
La Llegada tiene algo de Interstellar, es cierto. Tal vez sea ese culto al tiempo, a los viejos escritos del minusvalorado Charles Howard Hinton a favor de la comprensión de la cuarta dimensión, a la figura del tiempo como círculo (la figura fundamental de La Llegada) de la primera temporada de True Detective con el From Hell de Alan Moore como influencia seminal. Pero se resuelve de una manera más elegante, más comedida, más controlable, más honesta y sin el sentido de trascendencia hueca del cine de Nolan. Aquí manda Villeneuve en la que fue su primera incursión en la ciencia ficción, un trabajo que le abrió las puertas a dirigir Blade Runner 2049 y la nueva versión cinematográfica de Dune, con la que seguramente nos quitaremos el regusto kistch de la adaptación de David Lynch.

Y atención porque es posible que Denis Villeneuve esté más completo en La Llegada que en Blade Runner 2049. Más allá de la fascinante puesta en escena, de la escenografía o de un diseño de producción que plano a plano recuerda lo mejor de los autores franceses alrededor de los años dorados de la revista Métal-Hurlant. El peso de una leyenda de la ciencia-ficción es demasiado grande para un Villeneuve caminando encorsetado y por encargo. Para disfrutarlo es mejor verlo libre, viajando dos años al pasado y revisitando su dirección del guión construido por Eric Heisserer a partir de un texto de Ted Chiang, una construcción en la que se mezcla una especie de determinismo conservador que de manera implícita niega la existencia del libre albedrío como posibilidad de alterar la línea temporal dentro del baile de pasado, presente y futuro al que asistimos bajo la decisión de la protagonista de tomar las mismas decisiones y que vuelva a ser lo que será mientras danzamos en la trampa central de la película y vamos atando cabos. Pero es solo uno de los interrogantes que nos deja la película, rodeado de otras preguntas que se quedan abiertas y que en cualquier otro relato no habríamos tolerado igual (¿Prometheus?).

Supongo que forma parte de la magia propia de La Llegada el hacernos amables con el propio film y discuparle -con más amabilidad que de costumbre- sus pequeños vacíos y sus propias inconsistencias.

La Llegada es un Interstellar con la elegancia de la mirada solemne del ojo Whitaker, es Terence Mallick con su mismo sombrero pero con menos ínfulas de mago, es el Tarkovski de Solaris, aquella otra película legendaria mítica creada a partir de un cuento insuperable de Stanislaw Lem sobre los trastornos de la comunicación con el otro (olviden el bodrio dirigido por Steven Soderbergh y protagonizada por George Clooney). Pero Solaris tenía dos diferencias fundamentales en su origen: en los estados de economía planificada el celuloide era subvencionado y los proyectos contaban con algunos millones menos de financiación, por lo que su astronauta parecía más bien un motero de bar de carretera y su director podía entretenerse sin fin en mostrar planos eternos de un río o un árbol para rellenar los rollos que quisiese. Así que La Llegada los planos de ríos, árboles y abrazos con seres queridos que desaparecieron o van a desaparecer (no tiene sentido ubicarlo en un sentido lineal de tiempo) tienen una herencia en claro conflicto. ¿Quién gana?

CIBASS Arrival 1

En mi opinión, gana Tarkovski por cuestión de la regla de herencia desde la clase padre. Mallick seguro que sonríe mientras nosotros aprendemos que es lo que importa para comprender al otro, la generosidad de ceder y los riesgos de la renuncia.


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